LOS CUATRO FANTÁSTICOS
Los
cuatro nonagenarios, tomaban sol y compartían recuerdos. A veces
reían como niños o se escondían detrás de anteojos negros,
cuadrados o rectangulares, de los que distribuía la obra social.
Tenían conectados los audífonos y la dentadura cepillada.
En el
condominio no necesitaban nada. Había quién les realizaba las
compras, preparaba las comidas, mantenía limpias las habitaciones,
distribuía las pastillas de colores y a la noche, ayudaba con el
baño y con el recueste sobre el colchón protegido.
Su vida
era un jolgorio que tenían que dejar de lado, sólo cuando llegaba
el momento de cumplir sus inaplazables deseos.
-¿Qué
podían desear cuatro viejecitos, tres ayudados por fornido bastón
de roble y la cuarta con andador de penúltima generación?
El deseo
era básico, primitivo y les daba la oportunidad de volver a
practicar sus pasos en una corta caminata desde la vivienda, a mitad
de cuadra, hasta la esquina de la avenida, dónde las lineas blancas,
habilitaban un cruce seguro. Ya del otro lado, un local amplio y
moderno los esperaba. Don Lucas era el dueño, pero atendían
jovencitas de cincuenta, ésas que tenían la paciencia a toda
prueba, después de haber criado hijos revoltosos y preguntones.
Tenían
turno y esa mañana no podían faltar.
Salieron
en fila india y se esperaron en la esquina. Cuando el “hombrecito”
rojo pasó a blanco, el de mejor vista, descendió del cordón,
comenzando el cruce, que no era el de Los Andes, pero tenía sus
dificultades de entorno. Los conductores miraban la procesión con
impaciencia. Cuando cortó el semáforo, faltaba media avenida por
recorrer. Comenzó el concierto de bocinas de los automóviles más
lejanos que no sabían que pasaba.
Con el
siguiente “hombrecito” blanco, el adelantado subió a la vereda,
levantó la vista y leyó el cartel de “Cerrado”. Se volvió
haciendo señas para regresar.
Los
conductores de primera fila no podían hacer nada. Se agarraban la
cabeza, miraban la hora, apretaban los puños pero de ninguna manera
podían atropellar al cortejo de pelo blanco. La mujer se giró y vio
a don Lucas abriendo el negocio. Todos cambiaron de dirección,
levantaron los bastones en señal de alegría y enfilaron hacia su
destino.
Cuando ya
dos habían alcanzado la vereda, el último, al sacar el pañuelo del
bolsillo, arrastró un precario monedero, que con el golpe contra el
piso, se abrió y desparramó decenas de monedas. Dos conductores,
llenos de furia contenida, descendieron y ayudaron a juntar las
monedas. Después, levantaron de los sobacos al que faltaba y lo
trasladaron a la vereda. El “hombrecito” volvió a pasar al
blanco.
Los
cuatro amigos entraron de a uno y se acomodaron en cómodos sillones
giratorios.
Corte al
ras y recorte de barba y bigote. Para la doña, la nuca al ras y el
resto desmechado. Después “belleza de pies” y manicura.
Dicen que
el pelo y las uñas crecen tan solo de aburridas, y después también,
por distraídas. Por ahora los mantenían en línea.
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