EL ALARIDO
Comenzaron
a salir de la cueva, como hormigas antes de la lluvia, abrigados,
deseosos de reanudar sus actividades de supervivencia. Las mujeres
caminaron hasta el rio, para lavar ropa y cacharros; los jóvenes
fueron a buscar leña; los hombres, algunos a cazar y otros a pescar
en el recodo, ya liberado del hielo. Los ancianos se acomodaron al
sol, supervisando que los niños desgranaran un lote de legumbres, de
las reservas guardadas en el invierno. Se reanudaba otro ciclo de
temperaturas más benignas, de días más largos, comidas mas
variadas. Dos artesanos afilaban piedras y restos de huesos para
tener puntas de flecha para sus armas de caza.
Tea tenía
predilección por la búsqueda de trozos de roca, que después se
desbastaban y trabajaban. Se sentía orgullosa por haber encontrado
una piedra grande, plana, horadada en el centro, que las mujeres
usaban para desmenuzar el grano. A la pasta le agregaban agua, hacían
bollos y los cocían envueltos en grandes hojas, sobre las cenizas.
Esa
mañana, salió como muchos, segura de encontrar tesoros, después de
la última tormenta. Caminó siguiendo el curso del rio para no
perderse. Un cúmulo de piedras que brillaban al sol, le llamó la
atención. Levantó una y pudo arrancar escamas, que despedían tonos
dorados, plateados, violáceos, naranjas. Eran piedras blandas.
Serían fáciles de trabajar para fabricar collares, para el día del
intercambio de regalos.
Juntó
las que pudo en su bolsa de piel y decidió guardarlas en una de las
cuevas al pie del cerro. Tenía una predilecta, porque era pequeña y
el sol la calentaba por dentro.
Para su
tercer viaje, había juntado todas. Escuchó un ruido de ramas rotas.
Se quedó inmóvil y para su espanto, apareció del otro lado del
cauce, un león dorado. El animal también se detuvo, olisqueó el
aire y la detectó.
Tea
comenzó a correr hacia las cuevas, el león a cruzar el vado. Eligió
la mas pequeña, se pegó contra la pared del fondo y amontonó las
piedras a la entrada. El felino, se sacudió el agua y con
movimientos sinuosos, fue subiendo por el terraplén hasta la base de
los refugios naturales. Se detuvo y rugió. Algunos pájaros huyeron,
otros se acercaron, esperando a prudente distancia, los restos de un
seguro festín.
El
animal, siempre con el olfato alerta, entraba y salía, largando
zarpazos al aire, molesto, por no encontrar a su presa.
Tea
temblaba, en cualquier momento la descubriría. Escuchó un rugido y
después, las piedras desparramadas, empujadas por las garras, ávidas
del almuerzo.
A pesar
de sus esfuerzos, la cabeza con su frondosa melena, no pasaba por el
orificio. Intentó arañar la piedra para partirla, la embistió con
todo su cuerpo, pero era un bloque de roca que no se rendía.
Con un
último esfuerzo, tiró un zarpazo y enganchó la vestimenta
que cubría una de las piernas de Tea. La sorpresa y el miedo hizo
lanzar a la niña, un alarido agudo, punzante.
La fiera
se retiró, desorientada, con el trozo de piel curtida entre los
dientes. Volvió a cruzar el rio y se
perdió en el
monte.
Comentarios
Publicar un comentario