SICARIO

Es una de esas mañanas en las que la niebla se alza, sin apuro, del pasto de los jardines, después de dos días de lluvia continua.
Mario se despierta con el ladrido de varios perros, que intentan alejar a otro, al extraño, de su territorio. Se levanta, se pone un pantalón y un buzo sobre la remera con la que durmió. Abre los postigos de la única ventana de su casilla. A unos metros hay una bomba que provee de agua a los moradores de “La manzana”. Sale y carga dos botellones. Al rato se escucha el borboteo en la pava, sobre el calentador a kerosene. No tiene garrafa de gas desde hace dos días. Se pasa sus grandes manos por el cabello encrespado mientras ceba unos mates.
La manzana” es cómo un grano en una cara maquillada; está en el interior de un barrio próspero de casas bajas, cerca de una avenida importante. Es un racimo de casillas improvisadas con materiales que sus habitantes consiguieron en demoliciones o en la calle. No tienen los servicios básicos ni títulos de propiedad. Es tierra perteneciente al Municipio, que familias necesitadas ocuparon hace varios años, al lado de otra parcela que ya estaba parquizada como Plaza de recreo. La mayoría de los que viven allí son cartoneros: recogen papel, plásticos, vidrios, ocasionalmente piezas de metal y venden todo en un corralón acopiador cercano.
Mario es cartonero y también corta el pasto en las casas de la zona.
Se sobresalta cuando escucha a uno de sus compañeros de recorridas.
-Mario, la Tana está sacando bolsas a la vereda, vamos a ver que hay.
-Ya voy Seba, ya voy, le contesta, sabiendo que no van a encontrar un tesoro.
Desencadena su carro de madera y los dos se encaminan hacia una casa: de las bonitas con jardín y rejas que la protegen. Está a dos cuadras de distancia y ya se ven varios bultos desparramados. Mario los abre y descubre ropa de hombre, de verano y de invierno, zapatillas y zapatos.
-Deben ser del viejo que murió la semana pasada, dice, ayudame a cargarlos.
Están terminando su trabajo, cuando se abre la puerta de la casa y sale una mujer entrada en carnes y años. Lleva ropa ajustada que le marca los excesos. Su cabello es blanco, corto y ralo, los ojos negros hundidos en las cuencas y la boca con labios finos está pintada de rojo. Con voz grave, dice:
-Hay más: revistas, una cama con colchón, sábanas, se lo pueden llevar todo. No quiero que quede nada de Antonio. A la tarde voy a sacar el resto.
Hace una pausa y acercándose, prosigue: Necesito un favor, es sencillo pero yo no me animo. Tengo que deshacerme de una mascota, no va a poder sobrevivir sin la compañía de mi marido. Pago 100 pesos.
Mario siente su mirada que lo recorre de arriba abajo.
-Si me resolvés el problema te llevas los 100 pesos, repite la mujer, dirigiéndose a él.
Pasan las horas. Mario y Sebastián regresan, tocan el timbre. Sale la mujer, detrás de ella, un hombre que carga la cama, el colchón y más bolsas.
-Gracias, gracias, señora, Ud. sí piensa en los pobres, dice Sebastián y se alegra de antemano por la reventa que va a realizar.
La mujer le hace señas a Mario, que entra a un recibidor, y le señala algo.
-No lo quiero ver más, le dice. El sonríe aliviado:
-Señora, yo me lo llevo, no hay problema. Tampoco necesito los 100 pesos, lo puedo vender por un poco más.
-No, lo quiero muerto, bien muerto, que acompañe a su compañero de juergas. Durante los últimos cinco años tuve que escucharlo cada día, con cada amanecer. En toda discusión se interponía entre nosotros y me dejaban hablando sola. Además, que no le faltara manzana, lechuga y alpiste, que la jaula estuviera cubierta por el techo y sus tres lados durante la noche, la bandeja limpia de sus excrementos todos los días. No hay vuelta atrás, hacé tu trabajo.
Mario ahueca la palma de su mano, la mujer adivina lo que quiere hacer. Indignada le grita: ¿No vas a retorcerle el cuello, no vas a aplastarlo con…? Él lo acomoda, suspira resignado, lo tapa con la otra mano, siente el aleteo de pelea por la vida y después nada. Necesita comprar la garrafa de gas.











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