Secretos de dos


El traslado al INTA, de Concordia, se convirtió en un hecho. Llevaba un año, con pedidos de prórrogas, pero cuando terminé el trabajo de campo en Castelar y presenté los resultados, un nuevo proyecto me esperaba en Entre Rios.
Me asignaron una casa, en las proximidades del predio, no lejos de la Estación de tren Yuquerí, con vista lejana a la ruta 22 y con las aguas del Uruguay, como frontera de la inmensidad.
Era una más, de las pocas que se habían construido en los alrededores del centro rural: de material, techo de chapa, con galería al frente, sostenida por tirantes de quebracho.
Trabajaría con las plantas de arándanos, buscando mejorar las condiciones de floración y tamaño de los frutos. Otros se ocupaban de los cítricos, de las nueces pecan, de las frambuesas.
La tierra exhalaba perfumes. La vista separaba colores: los verdes de los ocres, los azules de los naranjas.
La mayoría de los técnicos y profesionales volvían a la Ciudad. Allí tenían sus hogares, sus hijos. Yo no quería alejarme tanto. Me bastaba tomar la bicicleta y pedalear por el sendero de tierra hasta el arroyo. Cuando bajaba el sol, volvía a la casa y tomaba unos mates en la galería.
Pasó un mes. Me hacia falta una presencia. Le llevaba 12 años, pero su vitalidad era como una cascada que yo transformaba en rio manso.
Un llamado telefónico me confirmó que llegaba el domingo por la mañana.
La noche anterior, todas las estrellas se pusieron de acuerdo para enviar recuerdos secretos de épocas pasadas.
La primera vez que me encontré con esa figura delgada, de cabello ensortijado, fue en la entrada de los edificios Administrativos y Laboratorios. Me preguntó por el vivero techado, en la otra punta del campo. Sin pensarlo, le señalé que subiera y conduje hasta el lugar. No hablamos. Antes de bajar, se presentó y me dijo que esperaba verme en el comedor para compartir el almuerzo. Le dije que me llamaba Lorenzo.
Fueron muchos almuerzos agradables, con la compañía de Marta y Mabel, mis compañeras de técnicas de ensayos, de búsquedas con el microscopio. Ellas le enseñaron mucho. Yo no podía.
Al final sucedió. Prometimos guardar el secreto, guardar las apariencias. No me gustaban las habladurías. En el vivero, en el campo, podíamos tocarnos, besarnos. En mi departamento dábamos rienda suelta a lo demás.
Ese domingo salí temprano hacia la Estación de Ómnibus. Alcancé a ver cuando retiraba su valija. Me saludó con un abrazo muy efusivo.

A mis espaldas escuché, una vos chillona, diciendo: “Que muchacho tan educado. Ojalá mi hijo demostrara tanto sentimiento”.

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