FANTASMAS PIONEROS
Hace 100
años eran personas de carne y hueso, con proyectos no satisfechos en
sus tierras. El frio era cada vez más frio y la sopa más aguada.
Los viajeros traían noticias de muerte y desolación, que repartían
como cartas, dejándolas en las mesas rústicas del mesón del
Carlos, el bizco. Los parroquianos escuchaban, dejando una moneda
negra por el manoseo, a cambio de una medida de grapa, que la hacían
durar y durar.
-Manuela,
nos vamos, dijo Antonio. ¿A vos te gusta el mar? Pues vamos a la
Argentina y nos instalamos cerca del mar. Sale un barco dentro de
tres meses. También se va el Pancho con la Angelita y el Javier con
la Milagros. Mi hermano, el Fernando, se queda cuidando las tierras.
Lo tenemos todo hablado, ahora a llenar los baúles. No me mires así.
Podes acomodar tus manteles bordados y las sábanas con las cinco
hileras de vainilla. También los retratos de familia y la mantilla
que tejió tu madre.
-Está
bien, lo que vos digas. Dicen que hay manzanas rojas y vacas gordas.
Siempre podemos volver, ¿no?
-Claro
mujer. Los muchachos me van a guardar el lugar para el tute. Mientras
tanto, terminamos la cosecha del trigo. El Rodrigo me la compra toda.
También me compra las papas y las habas. Ponete contenta, vamos a
vivir en una ciudad grande. Vas a tener vestidos nuevos y… y carne.
Dicen que sobra.
Llegaron
a Buenos Aires en 1920. Antonio se empleó como guarda de tranvía.
Manuela cosía para una casa de modas. Llegó el primer hijo, después
el segundo.
Manuela
dejó la costura para atenderlos y comenzó a extrañar el mar.
Hablaba cada tanto del tema, mientras planchaba y tomaba mate. Era
para calmar la ansiedad, decía.
Antonio
tenía limitadas sus tareas y cuando se enteró de que regalaban
tierras, para urbanizar una zona cercana al mar, no lo pensó dos
veces. Hizo los trámites, juntó sus pertenencias y se fueron los
cuatro.
Los
comienzos fueron duros. Vivieron en un galpón cerca de la ruta,
mientras edificaban las habitaciones de la casa. Trabajaban vendiendo
productos básicos de dos chacras de la zona. Otros inmigrantes, del
otro lado del mar, o de Buenos Aires, se iban instalando en el
pueblito de Ajó, como empleados de la Compañía de Tierras.
El
almacén de campo de don Antonio, tenía vida propia. Cuando pudo
compró un terreno muy cerca del mar y trasladó la Proveeduría a
ese lugar. Se habían destinado dos manzanas para un camping que
dependía del Automóvil Club Argentino y en los meses de verano
abastecía también a los acampantes.
Manuela
era feliz. Llevaba a sus hijos en sulky hasta la escuela rural, y
aprendió a leer con ellos, mientras hacían los deberes. Hizo traer
tierra para mezclarla con la arena y permitir que crecieran plantas
con muchas flores, como la santa rita, el jazmín blanco y la rosa
china.
Un día
se fueron, ellos y la primera generación, pero volvían para espiar.
La
Proveeduría se transformó en una Casa de comidas. Las habitaciones,
comedor y baños, quedaron cerrados por años, esperando otros
momentos. Un retoño, devenido en nieta, decidió reciclar todo. Se
tiraron paredes internas, se dejaron los pisos de baldosas eternas.
Se cubrió el cielorraso con tirantes de madera. Se instalaron luces,
algunas modernas, otras antiguos candelabros de la casa. Se
consiguieron mesas de madera, sillas de las de antes, con respaldos
trabajados. Finalmente cuadros: algunas reproducciones, otros
pintados a mano, ahora. En un rincón, una heladera, una mesada, una
cocina, un horno. Un lugar para que se reúnan los amigos, como hace
100 años atrás. Cada tanto se siente una ráfaga, son ellos, los
fantasmas que dan su visto bueno.
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