LA NARANJA

Desperté bajo la caricia del sol, era un capullo apretado de color blanco con vetas violáceas, uno de muchos escondidos debajo de hojas muy verdes y duras. Hojas que me protegieron de la lluvia y el viento que arrastraron a varias de mis hermanas: selección natural, escuché de los humanos.
Me abrí en flor blanca y comencé a despedir compuestos, que arrastrados por el aire, perfumaban el entorno. Después de un tiempo, un botón verde, se hizo visible, y reemplazó mis pétalos, que se volvieron amarillos, a veces amarronados. Perdían la humedad y caían.
Comencé a crecer, era yo, en forma de fruto. El calor del estío fue dorando mi cubierta, hasta tomar un color naranja intenso. Dentro mío pasaba lo mismo. Se iban encadenando sustancias simples dando lugar a otras más complejas: nutrientes, decían los humanos. El color interno se asemejaba al de mi piel. Crecían semillas: mi esencia para volver al ciclo de la vida. Era una naranja de ombligo, una mutación que nació en un Monasterio de Brasil, 200 años atrás. Más grande que las naranjas comunes, más carnosa y dulce.
Me separaron del árbol y me guardaron en cajones. Los cajones los apilaron en un galpón ventilado pero oscuro.
Eramos miles, deseosas de un cambio, de ver nuevamente la luz, de ser halagadas por chicos y grandes.
Con los días, las semanas, los cajones salían de viaje. Por fin le tocó al mío. Lo colocaron en un espacio iluminado y encimaron varios más. Seguía en la oscuridad y mi piel se iba secando. Cuando quedaron dos cajones, a uno de ellos se lo llevaron a un supermercado y el mío lo recibió una verdulería de barrio. Un niño pidió por nosotras, pero la madre eligió otra fruta. Algunas de mis compañeras comenzaron a descomponerse. Fueron a parar a un recipiente de desperdicios. Yo aguantaba, era de las más fuertes, pero me estaba volviendo blanda.
Entró una anciana y preguntó por las ofertas. El comerciante le regaló bananas negras y el resto del cajón, donde todavía yo sobresalía.

En su casa, cuando me llevaron en una fuente y la colocaron sobre la mesa, un niño me eligió. Quitó la cáscara, separó los gajos y con sus dientes finos, cortó mi estructura. Un poco de jugo se escurrió por su boca y mientras sonreía de gusto, me sentí útil, cerrando el ciclo.

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