LA FERIA
Otra
vez el sol, me despierta sin preguntarme, atravesando con su fuerza
la cortina de cretona con grandes flores rojas.
Me
levanto, me espera otro día de nieve acumulada sobre los techos. El
agua de la palangana está helada, pero me lavo la cara y la froto
con la toalla para quitarme el frio. Voy a la cocina, todavía quedan
carbones encendidos debajo de la plancha de hierro. Lleno la pava
negra, negra por el hollín, con el agua de deshielo que cae del
techo al tanque de hojalata, junto a la puerta. Mientras se calienta
voy a vestirme. Hoy me toca ropa limpia: camisa sobre camiseta,
después saco tejido con lana gruesa, pantalones de pana y medias
largas de algodón, finalmente botas de cuero revestidas con piel de
cordero. Queda sobre la silla, el tapado y el gorro con orejeras. Me
desenredo el cabello y lo cepillo: brilla con el color de la cerveza
negra cuando la sirven en las jarras de vidrio en el bar de Tomás.
Tomo
un té que me calienta el cuerpo y agrego dos rebanadas de pan con
manteca.
La
feria está a tres cuadras, en el perímetro de la plaza. Una plaza
con varios pinos, bancos de madera y una fuente dónde las salidas
tienen un sello de hielo.
Mi
tío ya está atendiendo en el puesto de lácteos, quesos y huevos
que maneja su familia. Llego más tarde pero me quedo hasta que se
pone el sol. Hace frio, me reconforta pensar en veranos pasados:
veranos sin guerra, tardes largas, bandas de música, cerveza y
helados.
No
soy bonita, pero tuve pretendientes que elogiaron mis ojos y mi
sonrisa. A mi padre no le gustó ninguno y ellos terminaron por irse.
El fue reclutado por el ejército ruso y yo estoy sola, con amor
para entregar encerrado dentro de mí.
Lleno
botellas de vidrio con leche, fracciono hormas de queso, envuelvo
huevos. La mercadería es buena. Unos compran y se van y llegan otros
a pedir. El pueblo es chico, pegado a una zona rural. Los alimentos
se venden como pan caliente.
Al
mediodía mi tío abandona el lugar, la concurrencia es poca,
aprovecho para comer y charlar con la que vende embutidos, en la mesa
de al lado.
Veo
un joven con ropa gastada, manchada de gris, no puedo distinguir un
solo color. Lleva un gorro extraño sobre la cabeza y parece temblar.
Mira en dirección a mi puesto. Se decide y se acerca. No tengo
miedo. Me dice que tiene hambre pero no tiene con qué pagar. Apenas
le entiendo, su ruso es primitivo. Le corto un pedazo de queso y
lleno un vaso con leche. Estamos solos. Come con desesperación. Me
pregunta sobre algún establo en la zona, para pasar la noche. Dice
que mañana toma el tren y se va. Cuando me habla me mira a los ojos.
Confío, aunque presiento que es un fugitivo, quizás de las minas de
carbón a 200 kilómetros, dónde hay muchos prisioneros de guerra
confinados.
Le
indico dónde hay un establo y agrego la dirección de mi casa. Le
digo que pase después de las seis, le voy a guardar algo para cenar.
Le tengo que repetir lo que digo y agregar señas.
Toda
la tarde pienso en él. En su figura desmadejada. Otra muestra de lo
cruel que puede ser la guerra. Llego a casa, dejo mi abrigo y agrego
carbón a la cocina y leña a la salamandra. El ambiente se entibia.
Escucho
los golpes en la puerta. Es él, y se me acelera el corazón. Abro y
le ofrezco que pase al salón. Está entumecido por el frio, se
sienta cerca de la salamandra, acercando las manos al calor que
emana. Le traigo un vaso de leche caliente con chocolate. Me
agradece. El color vuelve a su cara desprolija. Pienso que necesita
afeitarse.
Me
cuenta que ha escapado de una de las minas de
carbón
en producción, con dos amigos. Me habla en polaco, sin darse cuenta.
Yo le entiendo mejor porque fue el idioma de mi madre. Le pido que
continúe con su historia. No quiero que se vaya tan pronto. Siento
que todavía está helado.
Durante
dos meses nos cortamos el pelo al ras, dice, uno al otro, dejando un
mechón en el medio, tapado con el gorro de minero, y me lo muestra.
Sin pelo no había plan de escape.
La
tarde que todo comenzó, nos tocaba el turno de noche. Con un alicate
y unas latas de grasa de cerdo en los bolsillos, bajamos a la mina,
una hora antes de que subiera el turno que estaba trabajando. Nos
tiznamos la ropa y el rostro con el polvo del carbón y cuando se
escuchó el silbato, salimos a la superficie con los demás. No
estábamos en la lista y no teníamos que dar el presente.
Aprovechamos el tumulto para escondernos detrás de pilas de carbón,
lindantes con las cercas de alambre. Esperamos varias horas, se
levantó viento que tapó los ruidos del alicate. Nos arrastramos
para salir y seguimos así, hasta que el terreno se transformó en
una zanja. Nos sentamos para descansar y tragar un poco de grasa.
Enfrente se distinguían las siluetas de algunos árboles. La
temperatura continuaba bajando. Teníamos que movernos.
Después
de un trecho juntos, nos separamos. No supe más de ellos. Caminé un
día entero, siguiendo las vías de un ferrocarril. Abordé un vagón
de carga al aminorar el tren su velocidad, en una curva. No sé de
donde saqué fuerzas. En ese momento perdí el gorro de minero y caí
sobre carbón, algo que conocía. No sentí dolor, estaba agotado y
me quedé dormido. Me desperté en la quietud del vagón estacionado,
entumecido por el frio. Una media de lana estirada pasó a ser un
gorro. Todos llevaban gorros, no podía llamar la atención con mi
cabeza semirapada. Me sacudí el hollín y salté del vagón, justo a
tiempo. Mezclado con los que circulaban por el andén, me cruzé con
una patrulla de vigilancia, acompañada por perros. Los animales
olieron mi hambre, se apiadaron de mi figura escuálida y no
emitieron sonido. Caminé hasta la plaza. Sentí los olores, vi las
formas y mis tripas se contrajeron con dolor. No podía desmayarme y
atraer una investigación. Estoy vivo y libre gracias a su
solidaridad. Mañana tomo el tren y me reencuentro con mi familia.
-Todavía
no tiene el pasaje, ¿verdad? le pregunto.
-No,
y desvía su mirada, ya veré cómo me arreglo.
-Tome
un baño, mientras preparo la cena, digo con seguridad. Tengo ropa de
mi padre que puede usar. Mañana compro el pasaje.
Hace
lo que le indico. Cuando vuelve y entra en la cocina es otra
persona. No sé su nombre y no se lo pregunto. Come todo lo que le
ofrezco. Me cuenta de su ciudad y de sus amigos. Me parece que su
mirada me acaricia, dejo salir un poco de mi amor encerrado que se
esparce en el aire entre los dos.
Lo
acompaño hasta la habitación de mi padre, le pido que descanse, que
me espere hasta mañana por la tarde, cuando yo regrese de la feria.
Dejo
el desayuno preparado, sólo tendrá que calentarlo. Me muevo en
silencio.
Vuelvo
a casa y me recibe con una sonrisa. El descanso le sienta muy bien.
Le doy el pasaje.
-¿Puedo
hacer algo por usted? me pregunta. Yo bajo la vista y él se da
cuenta lo que quiero.
Cenamos
en silencio. Me ayuda a secar la vajilla. No lo miro, pero cuando
termino de acomodar todo y lo encaro me besa con pasión y con los
ojos me interroga si quiero que siga.
Tiro
el delantal y comienzo a quitarme la ropa, camino al dormitorio.
Nunca lo hice, pero es lo que se hace cuando un hombre lo quiere
también. Me trata con delicadeza, lo suyo es muy rápido. Volvemos a
acariciarnos, siento sus besos, su lengua, sus manos y estallo en
placer.
El
nuevo día amanece gris, siento el vacío en el ambiente y en mi
cuerpo. Ya se ha ido.
Pasan
algunos años, la soledad no es buena compañera, me caso, tengo
hijos, muchas obligaciones, soy feliz con lo que tengo. Hay noches de
invierno en que el recuerdo de una media de lana, me hace sonrojar.
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