ENCUENTRO
Una
vez más, me despertó el arrullo de las palomas sobrevolando la
paja del techo. Di una vuelta en el camastro y me levanté. No
quedaba agua para lavarse. Me puse el abrigo de piel, sólo para
sentir su calidez, no hacía frio.
Ruán
lo estuvo trabajando durante varios días. Cuando terminó, me lo
ofreció como regalo y le comentó a mi padre que queríamos iniciar
nuestra familia.
-No
tendrás dote, escuché que le informaba, pero Lua es muy
trabajadora, es sana y fuerte, te dará buena descendencia. Si es
como su madre, te servirá bien por años.
Me
había cruzado con él varias veces, cuando recibía con otras
mujeres las piezas de carne fresca, resultado de las incursiones de
los hombres sobre las manadas de ciervos o antílopes. Había fuego
en su mirada, me gustaba sentirlo, quemarme hasta tener que bajar la
mía.
Una
tarde, volvía del pozo de agua con el cántaro apoyado en mi
cintura, cuando sentí la presión de una mano en mi brazo. Me volví
y era Ruán. Sus dientes blancos asomaron en una sonrisa.
-Me
gustas Lua, me dijo. ¿Hay un camino para los dos o tu corazón ríe
por otro?
-Mi
corazón es tuyo, le contesté sin mirarlo, para apaciguar la hoguera
que había prendido dentro de mi. Él tomó el cántaro y me dijo
serio:
-Desde
ahora seremos el uno para el otro, yo cuidaré de ti. Se adelantó
hasta mi choza, yo lo seguí con pasos cortos, confundida por lo
nuevo. Dejó el cántaro a la entrada, se volvió, acarició mi
cabello, me besó en la boca y se fue.
Acompañada
de éstos recuerdos, terminé de atarme las tiras de piel y cuero
alrededor de mis pies. Salí. Me deslumbró el reflejo del sol a
mitad de camino sobre el horizonte. Cuando llegué al pozo, un rumor,
mezcla de relinchos, gritos humanos y golpes de tambor, me dejó
inmovilizada. Crecía en potencia así como el miedo llenaba cada
resquicio de mi cuerpo.
Empecé
a ver las llamas y el humo negro de las primeras chozas incendiadas.
Eran los tokos, hasta ahora no se habían animado, pero con su nuevo
jefe, se lanzaron en un plan de conquista de las pequeñas
comunidades de la región. Nos necesitaban para trabajar sus tierras
y para engrosar las filas dedicadas al pillaje. El terror era su arma
para conseguir lo que querían, por eso los incendios y algunas
muertes. Ruán vivía dentro del bosque y escapó con su familia.
La
estatua de piedra en que me había convertido, fue levantada por un
jinete que pasó por el lugar en su carrera de inspección. Me dejó
caer junto a otras mujeres y niños.
Revisaban
cada choza y requisaban las pieles ya curtidas, así como las
conservas saladas de carne y algunos frutos de estación.
Los
hombres fueron obligados a traer madera, prender fogatas y asar
trozos de ciervo para los invasores. Todos sabían que la violencia
contenida, estallaría después de que empezara a correr el brebaje
almacenado en ánforas de arcilla, a la sombra en el cobertizo, en el
límite con el bosque.
Manu,
la sabia, vieja y desdentada, seguía inmóvil bajo uno de los robles
de la periferia. Alguien la sacudió y cuando vio su rostro la
abandonó con prisa. Después de un tiempo las voces se alejaron y
entonces ella se arrastró unos metros hasta su choza. Entró en la
despensa, buscó las hojas del poderoso calmante y somnífero que
usaba para mitigar dolores y las trituró en un mortero de piedra
pulida. Se sobresaltó cuando Ruán cruzó el umbral.
-Buena
idea, lo esparciré dentro de las ánforas, dijo. Átame el pelo,
para parecerme a ellos. Encontré una capa que me ocultará. No tengo
miedo, lo haré.
Los
dioses lo protegieron.
Al
mediodía comenzaron a beber. El efecto no fue inmediato pero sí el
esperado, quedaron sentados o acostados en diferentes lugares, hasta
con alguna sonrisa en sus duros rostros, debido a alucinaciones
placenteras.
Se
reorganizó el grupo, juntaron efectos personales y corrieron al
bosque. Ruán llevaba entre sus cosas, la despensa vegetal, las
hierbas curativas que Manu tan bien conocía. Yo lo seguía de cerca.
Cruzamos el caudaloso rio en una zona dónde se extendía en un
amplio estuario y las aguas corrían mansas. Allí los hombres habían
pescado desde siempre. Usamos las balsas escondidas en la orilla bajo
las ramas bajas de los árboles. Al otro lado nos esperaba otro
bosque, un valle y una ladera escarpada, cubierta de vegetación.
Caminamos varias horas, con las fuerzas que se incrementan en los
perseguidos.
Para
subir el tramo final se ataron lianas entre árboles y así los más
débiles llegaron con el resto hasta una meseta, dónde los
exploradores encontraron la entrada de una cueva, oculta detrás de
dos acacias gigantes. Su interior era extenso y al fondo se escuchaba
la caída de agua que se escurría entre las rocas.
-Será
nuestro hogar, hasta que encontremos algo mejor, dijo Ruán. Tenemos
semillas y bulbos, encontraremos especies silvestres. Del rio
sacaremos peces y volveremos a cazar. Nos turnaremos para vigilar el
acceso.
-Ven
Lua, me dijo. Caminamos hasta un roble de tronco grueso con una rama
caída que rompía la armonía del conjunto. Había varios nidos
sobre esa rama y los pájaros no paraban de alborotar. Nos recostamos
sobre el pasto. Un remolino gigante pareció tragarme, igual que el
sueño.
Me
vi bajar de un extraño transporte, era de color blanco y tenía
ventanas transparentes. Tenía puesta ropa ajustada al cuerpo de un
tejido muy suave y calzado brillante en mis pies. Entré a un
edificio muy iluminado, pero ya el entorno dejó de llamarme la
atención, me di cuenta de que era mi ambiente. Atravesé una sala
pequeña: las personas conversaban en grupos, paradas o sentadas en
sillones tapizados con telas de colores del bosque. Más allá estaba
la exposición de cuadros y al fondo la entrada al teatro donde yo,
venía a escuchar el concierto de piano y violín tan promocionado
por la prensa.
Comencé
a mirar las pinturas y una sensación extraña, mezcla de
incertidumbre y melancolía, se apoderó de mí. Un imán me llevó
hasta la figura de un hombre parado, mirando inmóvil un roble de
tronco grueso con una rama caída, con varios nidos de pájaros, que
se destacaba dentro de un fino marco de madera. Sentí mis latidos en
loca carrera. No sabía porqué. El hombre me miró y se detuvo el
tiempo.
-Querido,
la función está por comenzar, interrumpió una mujer elegante.
Yo
estaba sentada dos filas más arriba. Desde mi posición pude
observar al extraño. No tenía nada de particular: era delgado,
cabello cortado al ras, labios finos, barba muy prolija. Nada de él
me llamaba la atención y sin embargo, sentía que lo conocía de
siglos atrás.
¿Desde
cuándo la música de Grieg, había evocado en mi, la campiña, el
rio de aguas mansas, indolente, caprichoso en el choque contra la
lisa piedra, desintegrándose y volviéndose a juntar, espiando en su
sinuoso camino los cuerpos desnudos, entrelazados, escondidos en los
pastos altos de las orillas?
¿Desde
cuándo los Nocturnos 1 y 2 de Chopin, me habían mostrado la noche
con sus miles de faroles encendidos y el perfume que brotaba de la
tierra?
En
medio de aplausos, él se paró con otros y giró unos segundos para
mirarme. Sentía curiosidad, tampoco entendía sus emociones. Era la
música que lo hacía sentir extraño, sin saber que se habían
encontrado dos frecuencias perfectamente armónicas, dentro del caos
del espacio infinito.
Yo
tenía que volver, tenía una vida en el mar de cemento, luces y
máquinas ruidosas. Me levanté y salí.
Subí
al coche blanco y lo conduje por una avenida ancha, detrás de luces
rojas titilantes. Después tomé por una calle, oscurecida por las
copas de los árboles que crecían tomados de la mano, custodiando
los altos edificios. En uno de ellos estaba mi hogar. Mi marido
terminaba un informe para su trabajo. Tomamos vino tinto con la cena.
Le conté sobre el concierto, mi evaluación de los solistas en piano
y violín. Lo demás no tenía explicación.
Me
venció el sueño. Escuché música de chicharras y grillos, a mi
lado estaba Ruán, dormido profundamente después del esfuerzo del
logrado éxodo. Se acercó Manu, se apoyó contra el tronco del
roble, vio mi expresión distendida y se quedó mirando las
estrellas, satisfecha de mi regreso.
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