LA CASA
Soy
alta y tengo ojos rectangulares en el frente, en el largo lateral y
en el fondo. No tengo párpados. Cuando la primera luz aparece, allá,
bajito en el horizonte, empieza a dar forma a todo el mobiliario que
permaneció invisible en las horas negras.
Hace
muchos años vive el hombre solo. Dicen que conoce el mundo porque
maneja esos pájaros metálicos que van de acá para allá, encima de
los techos para después perderse en sus rutas entre las nubes.
Llega,
deja el uniforme en una percha, pone a calentar la vianda que le tocó
en el último viaje y conecta su viejo equipo dónde escucha a
Vivaldi o Mozart en discos de pasta.
Los
pájaros de los árboles vecinos se concentran en el pasto siempre
cortado, tratando de aprender notas nuevas.
A
veces lo acompañan mujeres bellas, una por vez, siempre distintas.
Entonces la música cambia: suena Roberto Carlos, María Creuza,
Julio Sosa o mi amada Edith Piaf, según los gustos de la compañera,
que también ríe en otra cascada de sonidos.
Un
día comenzaron a llevarse todo: los muebles, los cuadros, las
repisas, el reloj de pared.
Escuché
que me habían vendido: eso significaba un cambio. Conocería vidas
nuevas, otras historias, quizás otra música. Lo nuevo fue básico,
fue poco, sólo lo necesario. Los huecos se llenaron con los chismes
de la araucaria y del abeto centenario, que dejaban caer sus ramitas
y piñas para enterarse de lo distinto. Hubo otro reloj en la pared y
cuadros con imágenes de campiña, bosques y algunas flores que me
gustaron más que los retratos de hombres serios con bigotes cuidados
que inspeccionaban a las ocasionales visitas.
En
un momento, creí que moriría de alegría. Escuché el gorjeo de un
bebé, y la voz cantarina de la madre, tarareando una canción
infantil. Eso era un cambio. Mis habitaciones se llenarían de voces.
Escucharía recetas de cocina, partidos de futbol, lecturas de
cuentos. Después comprendí que no iba a ser tan así. Sólo se
quedaban los fines de semana, realizaban mediciones con una cinta
métrica, anotaban en una libreta. Seguramente realizarían
modificaciones, no era la primera vez. Era un dolor que podría
superar, sería más bella y todos hablarían de mí.
Pasaron
dos meses, y en una de mis mañanas solitarias, escuché a la
magnolia del terreno de al lado, la que estaba orgullosa de sus
flores blancas, pero siempre molesta porque le tapaba el sol,
abanicándose con sus hojas ovaladas: “En una semana viene una
topadora y de vos sólo quedarán cascotes, que también se los
llevarán los de la Empresa de Demoliciones”.
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