LAS DOS CARAS DE UN DICIEMBRE
Calor,
brisa, playa con poca ocupación. Muchos en los supermercados, en las
casas de comidas, en las casas de regalos. Es víspera de Navidad.
El mar se
ha retirado, va y vuelve en capas de centímetros, devuelve almejas y
berberechos, que prontos se entierran nuevamente para sobrevivir. Las
gaviotas saben que están al ras, parecen ahítas y como es tan manso
el oleaje, se posan sobre el agua y se dejan llevar. No se inmutan
cuando la mujer, flota cerca de ellas, cuando unos niños se tiran y
se levantan, gritan, gesticulan.
Calor,
brisa, campo arrasado cercado por alambres de púas, con algunos
carteles de prohibición de paso
que se desteñirán con el paso de los años y caerán como herrumbre
diminuta sobre el terreno muerto.
A cielo
abierto hay cientos de ataúdes de plomo. Si pudiéramos espiar en
uno, encontraríamos fragmentos ígneos, de los restos contaminados.
La ciudad
fue evacuada, quedó vacía, pero el daño estaba hecho.
El padre
fue bombero, sin grandes conocimientos de lo que había ocurrido,
después de la explosión nuclear. Llevaba un árbol con muchas luces
en su interior, que fue trasmitiendo a su familia sólo con su
proximidad, con sus abrazos.
Fueron
muriendo a partir de mayo. El padre, los hijos. La mujer murió un 24
de diciembre, sin entender porque estaba tan cansada.
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