LA MOCHILA

Me desperté. La habitación estaba a oscuras. Me levanté y descalzo fui hasta la ventana. Empuje los postigos y la luz inundó el espacio gris. Miré el reloj: otra vez el mediodía y yo desaprovechando tantas horas. Me gustaba leer a la noche, en el silencio de la casa y fuera de las miradas de mis padres. Yo podía ser como los demás y lo había demostrado. Tenía mi certificado de haber completado las materias de la Licenciatura en Fisicoquímica. ¿Por qué esa carrera tan difícil, según algunos de mis conocidos? Porque era lo que me gustaba, lo que daba respuesta a mis inquietudes. Cuando me interesó la fotografía, encontré un amigo que me involucró en ese mundo de luz y sombra.
Me enseñó cómo se revelaba en blanco y negro. El secreto era usar buenas drogas y controlar los tiempos. Yo atesoraba rostros, paisajes, piezas inmóviles, pájaros. Sabía que llegaría el día en que sólo distinguiría contornos apenas coloreados y también otro en que todo serían sombras oscuras, pero era joven, faltaba mucho para eso.
Para poder pagar los gastos que me ocasionaba la fotografía tomé un trabajo a tiempo parcial como cobrador de venta a domicilio de paraguas directamente de fábrica. Fueron dos veranos y el año lectivo comprendido entre ellos.
En esa época de estudiante, recorrí todos los barrios lindantes con la capital federal: los del norte, del sur, del oeste. Era uno por vez. Un lujo conocer los barrios obreros y los residenciales, las avenidas y las calles de tierra, las diferencias de clase, lo amable y lo indiferente.
A veces encontraba domicilios cerrados, o la mujer que me atendía se disculpaba porque el marido no le había dejado dinero. Quedaban para un próximo recorrido.
Cuando terminaba el trabajo en una zona, me acercaba a la plaza más cercana. Sentado en un banco contaba la recaudación y anotaba el valor en la planilla del día. Guardaba todo en mi mochila y a la vez sacaba el sándwich de milanesa que devoraba sin contemplaciones.
Cuando no salía para las cobranzas, me refugiaba en un restaurant de barrio, ubicado sobre la Avenida Francisco Beiró y con la compañía de un café y una jarra de agua, siempre al lado de una ventana, estudiaba.
Necesitaba ese ambiente en el que podía concentrarme hasta la hora del mediodía. En cuanto los trabajadores de los alrededores hacían su entrada para almorzar, el mozo que me conocía, se acercaba para cobrarme la consumición y yo regresaba a mi casa, dónde mi madre me esperaba con el almuerzo.
Puedo decir que de joven era una persona solitaria. Mis compañeros de colegio o vecinos del barrio, realizaban deportes, concurrían a recitales nocturnos, iban a bailar. Yo tenía restringida la noche y las actividades dónde se necesitaba una visión lateral.
Promediando la carrera, me junté con compañeros, con intereses parecidos a los míos en las ciencias y en la política, que me aceptaban como era.
Por mis notas, gané una plaza de Ayudante de segunda en la Asignatura Química General: era una materia del plan del primer año, común a muchos estudiantes, que después seguirían diferentes orientaciones como la biología o la geología, además de las distintas especialidades de la química. .
Una tarde, después de la práctica de laboratorio, me quité el guardapolvo blanco y caminé hasta la cafetería. Pedí un café en la barra, no tenía mucho tiempo. Aspiré su aroma, pero dejé la taza sobre el mostrador, estaba caliente. Me distrajo la entrada de la morocha de ojos grandes, que me sonreía dónde me veía.
-Profe, tengo dudas sobre los ejercicios acido base. ¿Los va a explicar en la clase de problemas, no? preguntó, dándolo por hecho.
- Si, señorita Funes, los vamos a ver uno por uno.
Saqué un cigarrillo y lo encendí. En ese momento se acercó Damian, ayudante de segunda como yo, y repasamos juntos el listado de problemas a tratar, terminando con sorbos distraídos el café olvidado, ahora apenas tibio .
Me gustaba el aula 16, toda revestida de madera, en forma de anfiteatro, con escalones que subían hasta los últimos asientos. En el estrado había dos pizarrones verdes y marcadores especiales. La escritura se borraba con una esponja húmeda. Un lujo. Por los ventanales entraba el sol de la tarde. Tenía la luz que necesitaba.
En primera fila estaba Funes con sus compañeros de estudio. No me sacaba los ojos de encima. Consiguió que me sintiera importante. El aula se llenó. Damian comenzó con un tema, yo lo seguí con otro y así pasaron las dos horas de la clase de ejercicios, relacionados con la teoría que se dictaba dos veces por semana en el Aula Magna.
Realicé preguntas y las respuestas me dejaron satisfecho. No quedaban dudas, por lo menos en ese momento. Junté mis cosas y salí al ancho pasillo.
-¡Profe, profe! me sorprendió una de las alumnas. El sábado a la noche hay una peña, cerca de la Plaza Flores, van a tocar Los Santiagueños. Le dejo la dirección, trate de venir, las empanadas y el vino son de primera. No nos falle.
-Gracias, si puedo cancelar un compromiso voy, le respondí. Funes me miraba, pero no dijo nada.
Comenzaba a oscurecer, tenía que apurarme.
-¿Cómo contarles que sufría de ceguera nocturna? ¿Por qué a mí, que me gustaba la noche para caminar, para conversar? El oftalmólogo decía que no había cura hasta el momento.
-¿Cómo decirles que me era imposible desenvolverme en un ambiente en penumbras? Seguir a las personas por la voz, muchas veces tapada por la música de los instrumentos.
Bajé las escaleras distraído, pensando en la invitación y me llevé por delante a un individuo que se molestó bastante por el empellón que recibió. Me deshice en disculpas. Perdí el colectivo.
Esperé un cuarto de hora hasta que arribó el siguiente. Alguien mencionó el ocaso y su rosa intenso. Un rosa que iría cambiando al violáceo, hasta confundirse en un azul oscuro y después en un negro dónde las estrellas apareciendo de a poco, cubrirían todo el cielo. Por supuesto no había visto nada de eso, pero recordaba la descripción que hizo una vez mi hermana.
Prometí pasar por la casa de unos tíos. Allí me encontraría con mi familia que estaba de visita desde temprano. El colectivo me dejaría a dos cuadras.
Le recordé al conductor la dirección dónde tenía que bajar. Ya se había pasado dos paradas. Maldije mi suerte. Le pedí que parara, no me dejó bajar por adelante, para eso estaba la puerta de atrás.
Corrí entre los pasajeros, gritando que me esperara. En el apuro quedó enganchada la mochila en uno de los barrales de la puerta. El ómnibus arrancó y empezó a arrastrarme. Todos comenzaron a gritar y éso me salvó. La unidad se detuvo, alguien liberó la correa y yo caí al piso. Nadie se preocupó, el vehículo prosiguió su marcha.
Me levanté y un poco dolorido, comencé a desandar el camino hasta la calle Sarmiento, mi destino original. La Avenida estaba iluminada, los negocios tenían sus puertas abiertas. No me costó realizar ese trayecto, pero el último tramo era otra cosa. Conocía el camino por haberlo recorrido muchas veces, pero siempre de día.
Desde la esquina en que estaba parado, distinguía los primeros veinte metros, después la oscuridad pintaba todo de negro. Era una zona residencial, las casas estaban detrás de jardines muy cuidados y la iluminación de la entrada y de las ventanas quedaba opacada por las ramas de los árboles que se mecían con la brisa de la noche.
Se me adelantó una señora con una nena y decidí seguir el bulto. Ella apresuró el paso, temiendo un atraco, porque yo le pisaba los talones. Se paró delante de su casa, levantó a la niña en un gesto de protección y tocó el timbre.
Dije “Buenas noches” y pasé de largo. Tenía que devolverle su tranquilidad. Avancé 30 metros en la más completa oscuridad. Me apoyé en una verja y traté de tranquilizarme. Cerré los ojos y los volví a abrir, esperando reconocer el entorno. No sucedió.
Sólo me faltaba cruzar la calle y los últimos cien metros, tenía que lograrlo. En un momento dado, choqué contra lo que parecía un cartel de chapa, indicador de que había alguna reforma en curso, tropecé con adoquines sueltos, me detuve.
-Aquí dejaron un trabajo sin terminar, pensé. Deslicé un pie delante del otro con mucho cuidado, hasta que me encontré con el cordón.
-Listo, ahora camino por la calle, los autos estacionados me van a servir de guía, pensé aliviado.
Me impulsé para bajar, relajado, respirando hondo, y entonces el piso debajo de mis pies, desapareció.
En la misma línea de mi movimiento, una alcantarilla destapada me tragó. No me deglutió porque la mochila quedó agarrada de uno de sus bordes. Mis pies se movían en el aire.
Un movimiento en la dirección incorrecta y la mochila me acompañaría hasta el fondo. Pero la muy noble resistió. Con las dos manos me así a un extremo y comencé a impulsarme. Era delgado pero alto, me costó bastante apoyar el pecho fuera. Me agarré de salientes de brea de la calle y despellejándome las manos, conseguí salir. Volví a tantear el piso antes de dar cada paso.
Crucé la calle y me aferré al primer auto estacionado. Seguí con mucho cuidado, un paso detrás de otro.
-¿Martin, sos vos, estás jugando a las escondidas? escuché a mi hermano, que estaba con nuestros primos delante de la casa.
Se acercó y me dio la mano.
-Quiero pasar al baño, dije, después paso a saludar. Rodeamos la casa y me encerré en el pequeño ambiente sanitario. Encendí la luz, era potente. Mi reflejo en el espejo me hizo reír. Me lavé la cara y las manos. Sacudí el saco y los pantalones del polvo de la calle. Miré la mochila y le estampé un beso.

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