TRABAJO ARTESANAL



La falta de proyectos, de estímulos, el “nada cambia pero comemos”, la dependencia con el padre, los cantos de sirenas sobre América, la existencia de dos hermanos y otros familiares en Buenos Aires; todo lo llevó a llenar dos baúles con un par de sábanas, platos, tazas, cubiertos, dos manteles bordados a mano, una botella de vidrio labrada con tapón esmerilado hexagonal, ropa de los cuatro y despedirse rápido para no escuchar el llanto y los reproches de los que se quedaban .
El viaje en barco, en los camarotes del tercer subsuelo, con aire viciado y poco espacio, para las mujeres emigrantes con sus hijos, fue una pesadilla para la esposa, que se prometió no repetir nunca otro viaje así.
Los hombres se hacinaban más arriba, pero subían a cubierta, cambiando el aire de sus pulmones, sintiéndose héroes, en camino hacia una prosperidad imaginada.
Los principios fueron duros, pero no estaban solos. Contaban con una pieza, baño y cocina compartidos en una construcción en Parque Patricios. El padre aprendió a diluir el “hipoclorito” en las proporciones adecuadas para obtener la lavandina.
Llenar, tapar y etiquetar botellas de vidrio usadas,lavadas en el lugar, junto a su suegro y cuñado, era tarea de todos los días. Se turnaban para realizar el reparto en un viejo camión, que por las noches, era parte del decorado del precario galpón, junto con los tanques de cemento, los piletones y los cajones con botellas.
Los hijos jugaban con otros hijos, de inquilinos o vecinos. Los varones en la calle, las niñas, bajo techo, con alguna madre que zurcía, completaba un dobladillo y enseñaba el oficio con agujas e hilos.
Pasaron algunos años y el padre en su afán de independencia y de abrir su horizonte, ingresó como boletero en la línea de tranvías. Pronto se aburrió y por recomendación entró en una fábrica de jabón basto, sin perfume ni envoltorio especial. Lo tomaron para realizar las entregas y así conoció despensas y corralones de campo.
Los sábados a la noche, los hombres se reunían en un bar sobre la Av Montes de Oca, jugaban a las cartas, tomaban café y comentaban sus vivencias. Así, el padre se enteró de una propiedad con galpón, en venta, a pocas cuadras de la Av Gral Paz, del lado de la Provincia de Buenos Aires.
Un amigo estaba dispuesto a invertir dinero si se reflotaba el proyecto de “fabricar y vender lavandina”. En 1956, se realizó la sociedad y la familia, hipoteca mediante, tuvo casa propia: dos habitaciones, baño, cocina y una galería cubierta con un gran ventanal para los cinco. Ahora eran tres hermanos, dos varones y la del medio una niña.
Delante de la vivienda, un muro, y a continuación un limonero y algunos rosales. La entrada al galpón no tenía cerramiento y a veces se colaban gallinas.
El padre tenía los conocimientos y los contactos. El hijo mayor, de 9 años, era su asistente, cuando se fraccionaba el líquido: tapaba las botellas, les pegaba con engrudo una etiqueta y las acomodaba en un cajón con capacidad para 12. Eran dos horas por tarde, todos los días, después de la escuela y la merienda.
En esos tiempos, por falta de edificios escolares, había tres turnos de enseñanza: mañana, intermedio y tarde.
El mayor y la nena iban al turno intermedio, a pocas cuadras de la casa.
El padre les compraba la revista del Pato Donald, que se leía y releía, compartiendo con vecinos. Del depósito, dónde compraban las botellas usadas, por unas monedas, se traían revistas con crucigramas, algo así como un reemplazo de los juegos electrónicos en el celular de hoy día.
La propiedad estaba a media cuadra de una calle asfaltada. En los días de lluvia, a veces el camión se atascaba en el barro y costaba sacarlo.
El padre se enteró de una fundición de bronce, en la zona, cuando vio pilas de escoria, acumuladas, cerca del edificio. Hizo tres viajes con el camión. Los operarios le ayudaron a cargar el relleno y después con los vecinos, los descargó sobre la calle de tierra, obteniendo un mejorado aceptable. En su ir y venir hizo un descubrimiento, que le mostró a sus hijos. Sólo el mayor se interesó y lo practicó en sus ratos libres, después de la cena, cuando su padre y el pequeño se quedaban dormidos y la madre trajinaba en la cocina.
Iba a buscar dos piezas de escoria y las golpeaba una contra la otra. Se astillaban y dejaban salir una bolita de bronce, ante la mirada de admiración de su hermana. Las juntaba en una lata y a veces intercambiaba alguna por figuritas de las difíciles..

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