EL REGALO
EL
REGALO en tiempos no tan remotos.
Después
que el cielo ardiera, se cortó la luz. Una cortina de agua caía del
techo de la galería, elevada medio metro, del nivel de la tierra
revestida por el pasto autóctono, a la que se llegaba descendiendo
por escalones de cemento. Hortensias moradas y margaritas blancas
recibían las gotas, y estiraban los tallos.
Los niños
esperaron la apertura del cielo, para tirar cortezas en la corriente
clara de la zanja y avizorar a la ganadora al final de la calle.
Volvían por la cuesta hasta el portón de la cerca y comenzaban de
nuevo. Se unieron vecinos y ya era un torneo de regatas.
-La
merienda, gritó la abuela y ante la ausencia fue a buscarlos.
Cachetes
colorados, respiración agitada, brillo en los ojos, ganas de
chocolatada y pan con manteca.
Empezó a
oscurecer. La mujer trajo una lámpara antigua, un depósito
transparente rodeado por un aro metálico con un líquido rosado, una
mecha sobresaliendo y una cubierta también de vidrio, cilíndrica,
ensanchada en el medio y un poco estrangulada después. Acodados
sobre la mesa, los niños miraban asombrados. La abuela giró una
rueda por fuera y levantó la mecha, retiró la pantalla y acercó un
fósforo. Cuando prendió, volvió a bajar la mecha y encajó la
pieza transparente. El ambiente se iluminó. Les alcanzó el juego de
damas y fue a preparar la cena. Jugaron dos partidos pero la lámpara
lo tenía intranquilos. El menor giró la rueda, haciendo levantar la
mecha. La luz se incrementó. La abuela se dio cuenta y la llevó a
su antigua posición.
-Tenemos
que ahorrar kerosene, no sabemos cuándo volverá la luz, dijo con su
voz paciente. Voy a llenar la bañadera, pueden jugar en el agua.
Prendió dos velas y después de un tiempo los refregó con esponja
vegetal. Cenaron y se durmieron después de escuchar la historia del
libro de las historias.
Al día siguiente, uno más de esas
vacaciones cordobesas, se volvió a encontrar la banda, jugaron
desde la mañana, a la escondida, a la mancha. Vigilaron las
hormigas. Tiraron migas a los pájaros.
Por la tarde fueron a jugar al campito, con
Rosa y Eugenia, dos mamás charlatanas y todos los amigos de la
cuadra.
Antes de salir, el mayor guardó en un
bolso, dos frascos de vidrio, con tapa, de esos de mermelada, junto
con los sandwiches de queso de cabra.
Pasaron las horas.
-A casa, volvemos, llamó Rosa, cuando el
ocaso comenzó a colorearse.
-Sólo un rato más, pidió el mayor. Se
acercó a Rosa y le cuchicheó palabras al oído. Ella rió y le dio
permiso. Los demás fueron tras él curiosos.
Corrieron hasta la enredadera de campanitas
azules. El mayor pidió silencio. Se sentaron en el pasto, esperando
la representación.
Abrió el frasco de vidrio, su hermano hizo
lo mismo. Con sus dedos pequeños cerraban los pétalos de las flores
y sacudían el contenido en los frascos. Los demás no sabían que
pasaba, pero ni una palabra se escapaba. Al rato cerraron los frascos
y dejaron el lugar. Les mostraron a los amigos los recipientes
iluminados por las luciérnagas atrapadas.
Se los dieron a la abuela, mirándola a la
cara, para verla sonreir.
-Tomá, es un regalo, para cuando se corte
la luz.
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