EL PUENTE, LA NADA Y VOS
El hombre
bajó del ómnibus, en una de las paradas del recorrido. Llevaba una
gastada mochila, dónde parecía escucharse, si el oído era agudo,
el tintineo de botellas de vidrio.
Se calzó
una gorra con visera, para protegerse del sol y comenzó a caminar en
dirección al puente. Un puente de cemento, sobre un arroyo seco en
esa época del año, con una protección de madera que invitaba ver
pasar el agua helada a finales del invierno.
-¡Don
Eliseo, hay un plato de lentejas esperando, pare la marcha, que el
camino es largo hasta Los Zorzales!, escuchó desde el Parador.
“Eliseo”.
Sólo a la soñadora de su madre, podría habérsele ocurrido ese
nombre. Cuarenta años atrás, ella vio fotos de una avenida muy
ancha, iluminada, de la que se decía era un reflejo del cielo, dónde
moraban los buenos después de dejar este mundo. Su hijo se llamaría
como ese cielo. El padre no se opuso y a los viejos les gustaba cómo
sonaba.
Mientras
despachaba el guisado, recordaba el deletreo de sus maestros, la
primera vez que se encontraban con ese raro nombre.
Mucha
agua de deshielo corrió desde entonces. Tenía un tío, viviendo en
la ciudad de San Juan y allí quedó como pupilo, mientras cursaba la
magistratura. Allí conoció a María. Después del tercer año,
dependientes uno del otro, repetían la aventura de vendimiar en los
meses del verano, para ayudar a sus familias.
Éste fue
un verano más y ahora tenía que desandar el camino a casa,
alrededor de cuatro kilómetros, rodeado de campos dejados a la buena
de Dios. Sin agua, no había milagro. Sólo cortaderas, juncos,
totoras y algún algarrobo y algún chañar, desparramados contra el
horizonte, aguantando la amplitud térmica, diaria y estacional.
Eliseo
apuraba el paso, levantando la vista de a ratos, creyendo divisar
maras en carrera, pero todo ser vivo se guardaba a esa hora desolada.
Había cuevas de vizcachas y de comadrejas perfectamente camufladas.
Era la nada.
¡Qué
contraste con la zona de los viñedos, de dónde venía! Rosales,
canales de riego y las parras cargadas, pidiendo que le quitaran los
frutos.
María se
había quedado en el pueblo, cuidando de los hijos. No había manera
de avisar de su llegada. Imaginaba el momento del reencuentro. La
disolvería en su abrazo, la llenaría de besos y a sus pequeños…
Se le humedecieron los ojos, les traía dulce de cayote, dulce de
leche y aceitunas verdes.
A lo
lejos apareció un esbozo de la torre de la iglesia, difuminada por
las corrientes cálidas y además, una nube de polvo. Lo habían
visto y estaba solo. Tomó agua y agudizó sus sentidos. Lo que
venía, venía rápido y no en son de paz. Recordó lo que contaban
los pobladores, cada tanto aparecía una jauría de perros
cimarrones, perros abandonados por sus dueños o, a los que ellos
dejaban en busca de aventuras por tener más desarrollado su instinto
salvaje. En los campos encontraban alimento, rastreando las alimañas
o arrinconando alguna liebre. Se habían reportado casos de ataque a
guanacos, perdidos de sus rediles y algunos humanos sufrieron heridas
en piernas y brazos.
Eliseo
corrió hasta un algarrabo, cortaría algunas ramas para enfrentarlos
si fuera necesario y el tronco lo protegería.
En los
bolsillos del pantalón encontró su cuchillo afilado y una corneta
de aire para camión, que le regalaron la noche de despedida. En ese
instante se sintió protegido.
Los
perros ahora iban al paso. El sonido agudo del instrumento los
paralizaba Miraban al líder, esperando la señal de ataque. Éste
sacudía la cabeza y gruñía con fuerza. El que se animó fue un
descastado pequeño, que con ánimo de hacer méritos, tomó carrera,
tirándose contra Eliseo que lo esperó con el cuchillo en ristre, y
allí mismo cayó a sus pies.
La
jauría, oliendo la sangre, se acercó. Los sonidos seguían
molestando, pero algo diferente los distrajo. Apareció otra
polvareda a lo lejos. El tiempo se detuvo y los dos bandos esperaron
que se aclarase la situación.
Eliseo lo
reconoció primero, era Bruno, su ovejero alemán: enorme, como
debería ser un guardián. Con sus ladridos y su posición
desafiante, desorientó a los intrusos, tiró una dentellada y se
quedó con media oreja. El castigado aulló de dolor y se perdió en
la pampa. Los demás comenzaron a retroceder y al rato corrieron tras
él hasta perderse de vista.
El hombre
abrazó al perro.
-¿Qué
hubiera hecho sin vos, sin tu ayuda a tiempo?, le dijo, acariciando
su pelambre.
Recién
entonces, asqueado por el muerto en un charco de sangre, levantó la
mochila y mirando los campos vibrantes de vacío, retomó el camino.
Comentarios
Publicar un comentario