ELLA, esa casa



Baldomero Fernandez Moreno, la denominó “casa mínima”, como resultado de subdivisiones en una época de escasez de viviendas y liberación de esclavos.
Él la describe:
...“una fachada lisa, con una puerta a dos hojas en el medio pintada de verde con cerradura y falleba de hierro, el número en alto, como una flor en la solapa.
Es de dos plantas, exactamente sobre la puerta hay un balconcito con barrotes verticales de hierro, detrás de la ventana de dos hojas se pueden ver dos cortinillas tejidas al crochet, producto de manos artesanales, a un lado del balcón un gran cacharro con geranios rojos, al otro lado otro cacharro con geranios rojos y en el intermedio cuatro macetitas con flores de multicolores. Y luego la cornisa, un repulgo de argamasa. La casa se prolonga hacia atrás pero, parece sola, con esa habitación, con esa celda”…
Yo, agrego, tengo 2,5 metros de ancho y 13 metros de profundidad. Entre la puerta y el balcón, a la derecha, pende un farol. El revoque descascarado muestra mis ladrillos de adobe del primer piso y por ende el tipo de construcción de mediados de 1800.
La habitación superior, a la que Baldomero asemeja a una celda, no fue siempre así. Esa parte de la casa principal, separada para poder ser alquilada, tenía una entrada secundaria, con un zaguán, que se introducía a la pequeña sala cocina. De allí se salía a un amplio patio, común a la construcción grande.
Una mejor descripción de mi alma de adobe la realizó el Doctor Evaristo Lagos, que usaba el dormitorio y la cocina económica para calentar agua para el mate o un caldo retirado de la olla grande de la cocina del Hospital.
Pasaba todo el día en el nosocomio, cenaba en la fonda de Pablo el siciliano y después de escuchar un rato el bandoneón, quejarse de lleno y melancolía, se largaba por la calle Defensa al sur, hasta encontrar la calle San Lorenzo. Caminaba un trecho sobre la vereda de adoquines genoveses, hasta el número 380. En verano aspiraba la brisa que llegaba del río. En invierno se arrebujaba en su poncho norteño y a continuación abría el cerrojo de la pesada puerta. Lo esperaban tres escalones de mármol blanco y más adelante la escalera de dos tramos, junto a la medianera, única protección, porque una baranda del material que eligieran los dueños era onerosa. Los peldaños eran de madera y crujían para avisarme de su llegada. Lo esperaba una galería angosta con baldosas rojas y otra robusta puerta, la del dormitorio, pintada con el rojo federal, que abría con otra llave.
Inmerso en la oscuridad, Evaristo tanteaba los fósforos y al rato, la lámpara de kerosene desparramaba su luz amarillenta.
Lavaba sus manos en una palangana. Se despojaba de la ropa de calle, cambiándola por la de dormir, y así, arropado según la estación, volvía a descubrir mis tirantes de madera dura, un entramado de seis alfajías, colocadas cada medio metro para sostener la losa: cuatro hiladas cruzadas de ladrillos, todo pintado de blanco con cal.
Antes de cerrar los ojos, veía a Matilde, también de blanco y con una sonrisa generosa, aceptando sus promesas.
Yo no podía ofrecerle más espacio. En un año se mudaron a Tandil.
Tuve otros inquilinos, algunos sucios y borrachos a los que desalojaban en poco tiempo. La fiebre amarilla en los setenta, transformó las manzanas habitadas en páramos, por las muertes y las mudanzas.
Durante muchos años, permanecí cerrada, acumulándose el polvo y las alimañas. Murieron los geranios rojos. Se volvieron grises las cortinas. Cuando me restauraron, me llamaron Museo.
Miles de jóvenes sacan fotografías contra mi puerta y me llevan a sus hogares. Algunos entran, me recorren y hablan de mi y de los tesoros: la cama ancha del piso superior y las cortinas de hilo, ahora limpias, tejidas hace mucho por Matilde para que la luna no espiara sus noches de amor.


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