LA PENÍNSULA



Península es toda porción de terreno que se encuentra bordeada por agua, en general de mar, con excepción del área donde se conecta con un territorio de mayor magnitud.
Desde un piso elevado en la ciudad de Setúbal, en Portugal, a unos kilómetros al sur de Lisboa, Javier observaba la península de Troia, lugar de salazón de pescado en épocas muy antiguas de ocupaciones romanas, cuyas ruinas entraron por sus ojos asombrados, sacudiendo fibras muy íntimas. María estaba cerca, cenaron con sardinas y vino verde de la zona del Minho, y exhaustos, se rindieron en un abrazo apretado.
Javier cayó en una ensoñación con el relato del guía: tiempos primitivos de fenicios, que descansaban en esas tierras arenosas de vegetación endémica, de sus incursiones marítimas, trayendo maravillas regateadas en puertos desconocidos. A unos kilómetros de la costa, dónde la tierra era más fértil, había crecido una ciudad en el valle, con todo el verdor de un monte a sus espaldas. El lugar era centro urbano de talleres, mercados y almacenes. Se mezclaban campesinos, artesanos, cocineros y marinos que también incursionaban en el asalto de pueblos lejanos, trayendo esclavos que asimilaban a la urbe. A mediana altura, una construcción lujosa, dedicada al estudio de los astros y la vida, tenía la última palabra.
Los ilustrados cumplían funciones en el templo, y este último además, hacía las veces de palacio. Dentro del Barrio Sagrado, se encontraban los graneros y las casas de los sacerdotes. Vivían en la metrópoli, cerca de cinco mil personas, de las cuales, la mitad eran esclavos. Todo esto, claro está, hasta el día que el templo ardió.
Javier vio en el sueño, tres sacerdotes vestidos de campesinos, que cruzaban la zona lindante del Barrio Sagrado, huyendo de las llamas y el humo. Él era uno de ellos. Un entorno de caos y sublevación dominaba las calles: saqueos y hurtos eran el denominador común.
-Han llegado hasta los graneros – dijo uno de ellos.
-¿Son sólo esclavos? - preguntó otro
-Deben de ser campesinos y primitivos también.
-¿Primitivos hasta aquí?
-Pues sí, los primitivos han entrado por las puertas de la ciudad.
-¿Tú crees que ellos han incendiado el templo?
-Pues sí, deben haber sido ellos...
El almacén mayor no logró cerrar sus portones antes de que los agitadores llegaran. Si a eso se sumaba el asalto a los graneros, la ciudad se quedaría pronto sin sus reservas de trigo. Pronto se oyó un estruendo y se desmoronó el ala derecha del templo, cercano a las casas de los sacerdotes. Asustados, los tres personajes apuraron el paso.
-¿Y tú que piensas Nipur?
Javier al que llamaban Nipur permaneció callado.
-¿Todavía quieres cruzar la puerta de la ciudad y marcharte?, preguntó el que tenía más información.
Nipur asintió.
-Tú eres imprudente. Debes esperar ¿Dime sino a que comarca irás?
-Me iré a la zona baja de los pescadores.
A lo que siguió una seguidilla de réplicas, exclamaciones y lamentos para con Nipur:
Que tú estás desequilibrado, que los primitivos te atacarán en el camino, que sería vivir como un nómade y finalmente, que su destino era vivir en la urbe”.
Nada lo hizo cambiar de opinión, al llegar a la encrucijada de la Plaza de los Olivos, Nipur se despidió de ellos sin escrúpulos y pasó bajo la puerta de la ciudad.
Evocó su instrucción, su aprendizaje, su educación junto a los ilustrados. Recordó a su amada. Vio carretas huyendo con lo que él suponía eran tesoros sacrosantos del templo. Observó muchos a pie que corrían con alimentos, utensilios y bolsas de monedas. Por último, miró el templo ardiendo en lo alto de la ciudad, y sintió cómo se incendiaban todos los valores religiosos y gran parte de la cultura opresiva.
Caminó solo, hasta que se hizo de noche, encontró un campamento y durmió al raso pero bajo la protección de carretas y animales. Al día siguiente se unió a la caravana, que bordeaba el estuario del rio y en un desvío la dejó, desandando el camino que tan bien conocía, hacia su hogar. La zona baja de los pescadores seguía siendo como siempre, una pequeña aldea. Un centenar de casas agrupadas alrededor de un estrecho muelle en esa península con olor a pescado y mucho barro. Vio las balsas junto a la costa pedregosa. Nipur sonrió. Había pasado cinco años de estudio, y un segundo lustro como sacerdote.
Diez temporadas atrás, los escudos rojos de la ciudadela se habían presentado en la aldea exigiendo toda la redada. Ante la negativa de aquellos primitivos pescadores, que no supieron negociar por su vida, los escudos rojos habían incendiado la aldea y matado a los que tenían a su alcance, llevándose el botín de pesca. El mismo Nipur, escondido detrás de maderos humeantes presenció la muerte de su amada. Desde entonces, hasta el día que el templo ardió, se había dedicado minuciosamente en urdir su venganza.
Ahora, los pescadores, amarraron las barcazas y sus ocupantes se sumaron a una de las varias hogueras encendidas en honor a él, su Campeón, el que había vengado el asalto a sangre y fuego, la matanza indiscriminada sucedida años atrás, el que había incendiado el Templo. Lo sorprendieron con el agasajo, tomó un brebaje de uvas que lo mareó, su mente se llenó de imágenes confusas, no las entendía, se veía en un cuarto blanco con aberturas cubiertas con telas transparentes que se movían con el aire nocturno y cuando Nipur se asomó a una de ellas vislumbró su tierra, iluminada de manera extraña y en la orilla muchas embarcaciones pintadas con colores estridentes. Una mujer hermosa dormía a su lado. Le pareció reconocer a Lea. Sus dioses se la habían devuelto como premio a su osadía y perseverancia. Acarició su cuerpo y ella le regaló una sonrisa dormida. Javier se volvió a dormir y soñó que le tiraban agua a la cara, se despabiló y se encontró nuevamente con sombras barbadas que terminaban de limpiar los restos de besugos que habían estado asando. La música del despertador lo volvió finalmente a la última realidad.

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